Taller de BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO (Sevilla, 1617 – Cádiz, 1682). “Purísima Concepción”. Óleo sobre lienzo. Reentelado. Presenta restauraciones y repintes. Medidas: 159 x 105 cm. En esta obra devocional, el autor sigue los preceptos estéticos desarrollados por Murillo, ejemplo de ello es la similitud compositiva de esta pieza, con pinturas de la misma temática del autor sevillano. Destacando un especial parecido con la Inmaculada Concepción del Oratorio de San Felipe Neri, en cual se aprecia esta composición circular, en la cual los ángeles se disponen junto a la Virgen de tal manera, que esta queda inscrita en una orla. Coronada por dos ángeles que sustentan, sobre la Virgen, una corona, en este caso concreto de oro, mientras que en la obra de Murillo, la corona está conformada con las doce estrellas, alusivas a las 12 tribus de Israel, propias de la iconografía de la Purísima Concepción. La Cristiandad medieval debatió apasionadamente la creencia de que María había sido concebida sin mancha de pecado original. Algunas universidades y corporaciones juraban defender este privilegio de la Madre de Dios, varios siglos antes de que el Concilio Vaticano I definiera el dogma de fe en 1854. A finales de la Edad Media nació la necesidad de dar forma iconográfica a esta idea, y se tomó el modelo de la Mujer Apocalíptica de San Juan, manteniendo unos elementos y modificando otros (la Mujer Apocalíptica está encinta, pero no la Inmaculada). La imagen definitiva llega a concretarse en el siglo XVI, y al parecer en España. Siguiendo una tradición valenciana, el jesuita Padre Alberro tuvo una visión de la Inmaculada Concepción y la describió al pintor Juan de Juanes para que la plasmase con la mayor fidelidad. Se trata de un concepto iconográfico evolucionado, que a veces asocia el tema de la Coronación de la Virgen. María aparece de pie, vestida con túnica blanca y manto azul, cruzadas las manos sobre el pecho, con la luna a sus pies (en recuerdo a la castidad de Diana) y pisando la serpiente infernal (símbolo de su victoria ante el Pecado Original). En torno a la cabeza, como una aureola, lleva las doce estrellas. La mayoría de estas imágenes aparecen acompañadas, en la pintura, por los símbolos marianos de las letanías y salmos, como la rosa mística, la palmera, el ciprés, el huerto cerrado, el arca de la Fe, la puerta del Cielo, la torre de marfil, el sol y la luna, la fuente sellada, el cedro del Líbano, y el espejo sin mancha, que en este caso concreto es sostenido por dos angelitos de tal modo, que recuerda en cierto modo al ángel que sostiene el espejo, en la Venus de Velázquez. De la infancia y juventud de Murillo poco se sabe, salvo que quedó huérfano de padre en 1627 y de madre en 1628, motivo por el que pasó a ser tutelado por su cuñado. Hacia 1635 debió iniciar su aprendizaje como pintor, muy posiblemente con Juan del Castillo, quien estaba casado con una prima suya. Esta relación laboral y artística se prolongaría unos seis años, como era habitual en aquella época. A partir de su matrimonio, en 1645, se inicia la que será una brillante carrera que progresivamente le fue convirtiendo en el pintor más famoso y cotizado de Sevilla. El único viaje del que se tiene constancia que realizó se documenta en 1658, año en que Murillo estuvo en Madrid durante varios meses. Puede pensarse que en la corte mantuvo contacto con los pintores que allí residían, como Velázquez, Zurbarán y Cano, y que tuviese acceso a la colección de pinturas del Palacio Real, magnífico tema de estudio para todos a
Taller de BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO (Sevilla, 1617 – Cádiz, 1682). “Purísima Concepción”. Óleo sobre lienzo. Reentelado. Presenta restauraciones y repintes. Medidas: 159 x 105 cm. En esta obra devocional, el autor sigue los preceptos estéticos desarrollados por Murillo, ejemplo de ello es la similitud compositiva de esta pieza, con pinturas de la misma temática del autor sevillano. Destacando un especial parecido con la Inmaculada Concepción del Oratorio de San Felipe Neri, en cual se aprecia esta composición circular, en la cual los ángeles se disponen junto a la Virgen de tal manera, que esta queda inscrita en una orla. Coronada por dos ángeles que sustentan, sobre la Virgen, una corona, en este caso concreto de oro, mientras que en la obra de Murillo, la corona está conformada con las doce estrellas, alusivas a las 12 tribus de Israel, propias de la iconografía de la Purísima Concepción. La Cristiandad medieval debatió apasionadamente la creencia de que María había sido concebida sin mancha de pecado original. Algunas universidades y corporaciones juraban defender este privilegio de la Madre de Dios, varios siglos antes de que el Concilio Vaticano I definiera el dogma de fe en 1854. A finales de la Edad Media nació la necesidad de dar forma iconográfica a esta idea, y se tomó el modelo de la Mujer Apocalíptica de San Juan, manteniendo unos elementos y modificando otros (la Mujer Apocalíptica está encinta, pero no la Inmaculada). La imagen definitiva llega a concretarse en el siglo XVI, y al parecer en España. Siguiendo una tradición valenciana, el jesuita Padre Alberro tuvo una visión de la Inmaculada Concepción y la describió al pintor Juan de Juanes para que la plasmase con la mayor fidelidad. Se trata de un concepto iconográfico evolucionado, que a veces asocia el tema de la Coronación de la Virgen. María aparece de pie, vestida con túnica blanca y manto azul, cruzadas las manos sobre el pecho, con la luna a sus pies (en recuerdo a la castidad de Diana) y pisando la serpiente infernal (símbolo de su victoria ante el Pecado Original). En torno a la cabeza, como una aureola, lleva las doce estrellas. La mayoría de estas imágenes aparecen acompañadas, en la pintura, por los símbolos marianos de las letanías y salmos, como la rosa mística, la palmera, el ciprés, el huerto cerrado, el arca de la Fe, la puerta del Cielo, la torre de marfil, el sol y la luna, la fuente sellada, el cedro del Líbano, y el espejo sin mancha, que en este caso concreto es sostenido por dos angelitos de tal modo, que recuerda en cierto modo al ángel que sostiene el espejo, en la Venus de Velázquez. De la infancia y juventud de Murillo poco se sabe, salvo que quedó huérfano de padre en 1627 y de madre en 1628, motivo por el que pasó a ser tutelado por su cuñado. Hacia 1635 debió iniciar su aprendizaje como pintor, muy posiblemente con Juan del Castillo, quien estaba casado con una prima suya. Esta relación laboral y artística se prolongaría unos seis años, como era habitual en aquella época. A partir de su matrimonio, en 1645, se inicia la que será una brillante carrera que progresivamente le fue convirtiendo en el pintor más famoso y cotizado de Sevilla. El único viaje del que se tiene constancia que realizó se documenta en 1658, año en que Murillo estuvo en Madrid durante varios meses. Puede pensarse que en la corte mantuvo contacto con los pintores que allí residían, como Velázquez, Zurbarán y Cano, y que tuviese acceso a la colección de pinturas del Palacio Real, magnífico tema de estudio para todos a
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